Pisagua 1

 

 

Le debemos mucho al hombre. Tanto que temo que nunca se lo podemos pagar. Le debemos tantas conversaciones cerca de La Tirana, en el Wagón o en nuestras casas. Rompió con su tenida blanca las tardes/noches de esa ciudad otoñal que fue Iquique en la dictadura. Llenaba los ambientes con el humo de sus cigarros, uno tras otros, como pretendiendo envolver no se que fantasía. Pero sobre todo le debemos haber vuelto a la vida a los compañeros de Pisagua…

Nelson Robespierre Muñoz Morales, se ganó el aprecio de todos y de todas  el odio de muchos y de muchas. Y el odio de aquellos que mandaron a matar. Nunca pasó inadvertido. No era esa su vocación. De un humor fino y de color oscuro, bromeaba hasta con la propia muerte. Hizo de Pozo Almonte su Comala y  emuló a Juan Rulfo confundiéndose a veces con Pedro Páramo.

Pero lo hacía a su antojo.

Nunca dudó en reirse incluso de sus tragedias. Prologó uno de mis libros, cantamos a Sabina (“pero ella quería escuchar mentiras piadosas” no algo así),  y de la noche a  la mañana se marchó. Esta tierra no era su tierra. Y ninguno de nosotros se la ofreció. Ni llaves, ni galvanos, ni ninguna de esas cosas inútiles le servían. Escribió Caballo Bermejo, tal vez para ahuyentar tanto dolor contenido.

Era y siguió siendo un niño, inocente y juguetón a la vez.

Estuvo y estará en todas las oraciones de la Baldramina y en las consignas de los compañeros. Pisagua dio a luz gracias a Nelson Muñoz. Parió muertos que alimentan la memoria. Se empeñó, se obsesionó por la verdad en tiempos en que los jueces volteaban la mirada. Lo suyo fue una cruzada en pleno desierto. El santo grial estaba enterrado, cubierto con sacos, con los ojos vendados y cientos de balas cobardes que silenciaron voces, pero no pudieron acabar con la presencia. El desierto una vez más hizo el milagro: guardó los restos de vida tal como lo hicieron diez mil  años antes los artesanos de la memoria, los chinchorros.

Nunca le vamos a pagar por lo que hizo con nuestros dolores. Los alivió  y sepultamos a los nuestros como dios manda. Nelson se echó el cigarro, el enésimo, a la boca, miró como el humo se desvanecía y decidió partir a encontrarse con esos muertos que gracias a su voluntad, pueden descansar en paz, recibiendo de vez en cuando una flor.

La memoria de Nelson Muñoz, no necesita calles ni avenidas. Cuando se pronuncie su nombre y ojalá lo hagamos siempre, los derechos humanos, a pesar de lo anterior,   serán una asignatura pendiente.