Le debemos mucho al hombre. Tanto que temo que nunca se lo podemos pagar. Le debemos tantas conversaciones cerca de La Tirana, en el Wagón o en nuestras casas. Pero sobre todo le debemos haber vuelto a la vida a los compañeros de Pisagua.

Nelson Robespierre Muñoz Morales, se ganó el aprecio de todos y todas. Cultivó un  humor fino y bromeaba hasta con su propia muerte. Hizo de Pozo Almonte su Comala y  emuló a Juan Rulfo confundiéndose a veces con Pedro Páramo.  Prologó uno de mis libros, cantamos a Sabina (“pero ella quería escuchar mentiras piadosas” o algo así),  y de la noche a  la mañana se marchó. Esta tierra no era su tierra. Y ninguno de nosotros se la ofreció. Ni llaves, ni galvanos, ni ninguna de esas cosas inútiles le servían. Escribió la novela Caballo Bermejo, tal vez para ahuyentar tanto dolor contenido.

Estuvo y estará en todas las oraciones de la Baldramina y en las pancartas.  Pisagua dio a luz gracias a Nelson Muñoz. Parió muertos que alimentan la memoria. Se empeñó, se obsesionó por la verdad en tiempos en que los jueces volteaban la mirada. Lo suyo fue una cruzada en pleno desierto. El desierto una vez más hizo el milagro: guardó los restos de vida tal como lo hicieron diez mil  años antes los artesanos de la memoria, los chinchorros.

Nunca le vamos a pagar por lo que hizo con nuestros dolores. Sepultamos a los nuestros como  manda la vida. Nelson se echó el cigarro, el enésimo, a la boca, miró como el humo se desvanecía y decidió partir a encontrarse con esos muertos que gracias a su voluntad, pueden descansar en paz, recibiendo de vez en cuando una flor.

La memoria de Nelson Muñoz, no necesita calles ni avenidas. Cuando se pronuncie su nombre y ojalá lo hagamos siempre, recordaremos que gracias a él tenemos nuestros muertos descansan en paz.

 Publicado en La Estrella de Iquique, el 15 de junio de 2014, página 22