No siempre el barrio y la escuela coincidieron en qué enseñar.  A veces entraban en contradicción. Lo que para el profesor era elemental, para el dirigente deportivo o del baile religioso no lo era. Por ejemplo, la historia del barrio o del héroe deportivo no era considerado por la escuela.

El barrio no puede entenderse sin la tradición oral. La escuela la antítesis de ésta, enseñaba las glorias de Napoleón, la majestuosa arquitectura faraónica o bien la epopeya conquistadora de Carlo Magno. Y cuando hablaba de la ciudad, narraba la gesta heroica de Prat. Pero nada decía de la ciudad y de sus habitantes.  Y lo hacía con el lápiz y el papel. El cuaderno y el libro eran los ejes de una educación viabilizada por el profesor. El cuaderno, era la memoria donde la nación escribía la construcción de si misma. Allí están los paisajes verdes que nos hacían pintar.  El desierto no era un paisaje.

El mito fundante del barrio aludía a los primeros habitantes que se asentaron en esos límites aún borrosos de ese plano urbano a conquistar. La sociabilidad inaugurada, iba de boca en boca por pasajes y conventillos, por las pisaderas de los trenes que se encumbraban por el cerro Esmeralda rumbo a la pampa, o bien en los pequeños botes que se hacían a la mar, o en esas canchas improvisadas donde se empezó a practicar el fútbol. Las mujeres, por su parte, en las sociedades protectoras o bien en el umbral de sus casas, construían un sentido común. La oralidad creó la ciudad. Iquique es una ciudad hablada por decenas de lenguas, cada una con sus acentos y sus gramáticas, y la moldeó del modo que su cultura de origen quería.

El gringo, llegado de Europa, sea italiano o austriaco, danés o inglés, francés o alemán, se posicionó de la ciudad según el lugar que le destinaron. Cambiaron sus verdes paisajes por el gris de la pampa y el azul del mar. Pero tuvo que aprender el nuevo idioma y de paso contaminarlo con sus palabras. No se hablaba el español de Castilla, se habla el de Iquique con  palabras tomadas de esos otros idiomas. El resultado, fue una dinámica comunicacional de la que en la actualidad todavía usamos. El lunch, la wincha, el piquichuqui, entre otros inventos aún viven en el diccionario de la oralidad.

Con los chinos pasó lo mismo. Y como el estereotipo manda, la elite con rasgos aristocráticos, le puso el mote de “misteriosos y jugadores”. A la par que se le colgó el cartel de fumadores de opio. Los chinos fueron los “otros” más discriminados tanto por los locales como por los europeos. La misma suerte corrieron quienes ya habitaban esta zona: los aymaras. Al igual que los chinos fueron condenados al no lugar. Pero el chino de la esquina ocupó un lugar fundamental, no sólo en el comercio, con esa institución que se llamó la “yapa”, sino que también en la mitología barrial. El chino Ponciano, o como se llamará, formó parte de la historia. Lo mismo pasó con los bolivianos y peruanos. ¿Hay alguien tan nuestro como Juan Cueto, ese sastre y comerciante boliviano del Mercado Municipal que hace un par de años nos dejó?

Publicado en La Estrella de Iquique, el  24 de febrero de 2008